
Dicen los que saben, que la nación no es más que una construcción social, en la que los involucrados comparten una misma historia colectiva, tradiciones, derechos y obligaciones, y en algunos casos, objetivos sociales comunes. Quizás sea algo más.
Dentro de este largo proceso, nos encaminamos dentro de una historia oficial, marcada por glorificaciones a héroes que lucharon para que “hoy día podamos gozar de nuestra libertad y equidad”. Así lo estampan en los textos.
Tal vez por eso, en el marco de las celebraciones del Bicentenario de alguna Independencia, y del Centenario de muchas Revoluciones inconclusas (en el año pasado), no quisieron dejarnos reflexionar de lo que ha sucedido y acontece en nuestro país, pues al parecer, sólo se quiso imponer cierto orgullo patriótico en un contexto de cielo nublado. Quizás por eso, algunos más pesimistas aseguran que nunca hubo nada que festejar.
Las traiciones de nuestro pasado reviven con los atentados actuales a nuestra falsa nación, no cabe duda. Nada hay cierto en nuestros días, cuando los que nos hacemos llamar mexicanos somos constantes victimas de quienes se burlan detentando el poder en México con sus impunes actos.
Los profetas nacionalistas de traje sastre, de fuero burlón y galante ignorancia, entierran en sus discursos las carencias del pueblo, que sufre del olvido, y que no tiene ni las más mínimas ganas de celebrar a la nación.
Nación moribunda, apaleada por quienes controlan el pasado con sus violaciones al presente. Sacrificados somos todos, cuando se trata de escribir un futuro mejor, que luce lejano, y que nadie puede asegurar que llegará.
Se han escrito victorias y se han cantado himnos a los héroes; ahora se exige festejar, vanagloriar a los caídos y unirnos rumbo a un México para todos. En un futuro incierto, sólo nos quedan las fechas y las campanas que suenan año con años entre fuegos artificiales y banderas que se compran en las esquinas.
A doscientos años, aún viven los que quieren callar las voces críticas y los lamentos de los muchos que perdieron la esperanza. Triste nación, ultrajada por quienes comprarán flores en su entierro.
La clase política recibió con bombos y platillos la llegada del Bicentenario, parafernalia desatada, ante la tragedia y la injusticia que siempre ha caminado en México. Pero, aunque muchos quieran, la memoria no deberá ser frágil, no aún cuando los disparos y las ráfagas de fuego hagan mucho ruido.
Podemos seguir en luto con música de mariachi, pues al final de cuentas, dos siglos hemos tolerado los errores y los crímenes de quienes no dejan pasar la oportunidad de sepultar a la nación. Pero no necesitamos más años en duelo.
No existen los motivos para celebrar, sino sólo recordar que por 200 años no hemos sido capaces de superar problemas graves como la injusticia, la desigualdad y la pobreza. No se han cumplido los ideales ni todos los principios por los que nacieron y lucharon estos movimientos que, según se dijo, deben de festejarse: la igualdad, el respeto y la libertad,
Pero también hay quienes quieren sumarse a las filas de los socorristas, de los que están dispuestos a dar los primeros auxilios a la nación agonizante, aún en la incertidumbre del qué pasará, a dónde llegaremos, y cómo serán los tiempos venideros.
Insisto, a las cúpulas de poder no les interesa –ni conviene- que el pueblo reflexione de nuestra realidad social ni de nuestro pasado mutilado. Sin intención pesimista, en aquellos días de imposiciones patrióticas y falsas promesas de un futuro prospero, los mexicanos podemos iniciar nuevos y diferentes días, sin tener que rezarle un rosario a la –cercana- nación muerta.
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